Por Darío Piana
El esclavo de hoy ni siquiera se sabe esclavo.
Claro que mucha gente se queja de su salario, de su trabajo y de su patrón, equiparando su necesidad de trabajar para vivir y las dificultades que ésta implica, con la esclavitud. Sin embargo, un análisis simple nos dice que no son realmente esclavos del patrón para quien trabajan, porque son libres de tomar otro trabajo, porque la ley no le permite a su patrón matarlos ni venderlos y porque se les paga, entre otras cosas.
Esta condición no es la esclavitud a otra persona o grupo de personas. Mas bien, si hemos de verlos como esclavos, los hombres y mujeres de hoy podrían, con cierta imaginación, considerarse esclavos de sus propias necesidades mínimas de supervivencia, esclavos del estómago, o del propio cuerpo.
No obstante, examinemos por un momento esta condición, que muchos insisten en comparar con la esclavitud.
La cantidad de tiempo y energía que requiere obtener suficiente alimento, agua, refugio y demás recursos para satisfacer las necesidades mínimas de un ser humano, sobre todo si incluimos lo que requerirá durante sus períodos menos productivos, es decir, durante su gestación, infancia, adolescencia temprana y vejez, es mucho mayor a la cantidad de tiempo y energía que requiere producir una nueva vida humana. Cada vida humana genera nuevas necesidades continuas, como sed, hambre, cansancio, sueño y demás. Todas esas necesidades las producimos constante y automáticamente, sin esfuerzo alguno, solo por el hecho de estar vivos.
Pero no ocurre así con los recursos necesarios para satisfacer esas necesidades. Es más fácil producir hambre que comida, por lo tanto hay en el mundo natural más hambre que comida. Siempre hay menos casas que gente sin casa, porque es más fácil producir gente que casas.
Las cosas que necesitamos, como proteínas, vitaminas, carbohidratos, agua limpia, refugios secos, seguros y cómodos, son cosas que no abundan naturalmente en la Tierra. Por lo tanto, conseguirlas antes que otra persona que las necesita tanto como uno mismo, necesariamente implicará cierta dificultad y esfuerzo al enfrentarse los intereses de dos o mas individuos o grupos en una situación donde no hay recursos para satisfacer a todos. Puede ser desafortunado para algunos, pero el que miembros de poblaciones no limitadas tengan que competir por recursos limitados es inevitable.
Esto es igual en el mundo animal. Hombres y bestias son esclavos de sus cuerpos, de su hambre, de su frío, de su cansancio y de todas las necesidades físicas que han de satisfacer. Si han de satisfacerlas, han de hacer un esfuerzo, es decir; de alguna forma, trabajar. Satisfacer las necesidades físicas diarias es algo que obviamente le cuesta mucho esfuerzo hasta a los animales salvajes y ningún ser de nuestro mundo ha vivido libre de ellas.
Hemos estado siempre obligados a darle a nuestros cuerpos comida, agua, refugio, cuidado y demás, bajo amenaza de muerte. Por lo tanto estamos también obligados, en menor o mayor medida, a trabajar para procurar estos recursos y así poder vivir. Esto, evidentemente no es esclavitud, sino una simple condición de todo ser vivo. Esta condición podría cambiar en el futuro a través del desarrollo de la nanotecnología, pero por lo pronto, es así. Justo o injusto, agradable o no, para vivir hay que comer y para comer hay que trabajar.
Pero la necesidad ineludible de trabajar para vivir no es la única esclavitud a la que está sometido el individuo moderno. El esclavo de hoy, el esclavo moderno, no es solamente un esclavo de su propio estómago, sino que, en la mayoría de los casos sin saberlo, es un esclavo de otras personas y grupos de personas. No solamente tiene que trabajar para vivir, sino también para que otros vivan de su trabajo y le digan a donde puede ir y a donde no, y qué puede hacer y qué no para ganarse la vida.
Aún después de haber superado las monarquías clásicas y adoptado la democracia, en la práctica, los miembros de nuestras sociedades modernas hemos perdido muchos de nuestros derechos y libertades individuales y tenemos más en común con los esclavos de la antigüedad que con verdaderos hombres libres. El hombre moderno ha caído en la trampa del colectivismo y cedido cada vez más libertad y control al Estado, convirtiéndose al fin, en un esclavo moderno, atado a la tierra, obligado por la fuerza a trabajar para otros, nunca siendo realmente dueño de la riqueza que produce.
Pero, a diferencia del esclavo clásico, que se sabía un esclavo, el hombre moderno vive una ilusión casi creible de ser libre. Tal vez vive en una casa muy bonita, maneja un auto moderno, tiene un trabajo bien remunerado y compra productos importados en tiendas con nombres famosos. Tal vez guarda dinero en bancos internacionales y obtiene permisos ocasionales de su gobierno y otros gobiernos para llevar de viaje a su familia. Su vida no parece, a primera vista, la de un esclavo clásico. Esto es intencional. Sus amos saben que si el individuo se viera ineludiblemente confrontado con su condición de esclavo, podría pensar en resistirse, o luchar por su libertad.
Después de todo, para enriquecerse del trabajo de este moderno esclavo, no es necesario humillarlo, recordándole su condición. Eso no deja nada. Tampoco es necesario encadenarlo y darle latigazos. Este tipo de conducta, además de no verse bien en nuestros tiempos, tiende a reducir la productividad del esclavo en lugar de aumentarla. Es simplemente un mal negocio. El esclavo de hoy es más productivo si se le puede hacer creer que recibirá los beneficios de la riqueza que produce, que su propiedad será respetada y que puede ir donde quiera cuando quiera, es decir, si en general se puede crear la ilusión de que no es un esclavo sino una persona libre.
Pero, en realidad, si examinamos la realción y la interacción que existe entre los Estados actuales y los individuos, los Estados modernos son el equivalente práctico de los reinos de antaño, y sus poderes sobre los ciudadanos y sus bienes son comparables a los de reyes, dueños de siervos, o amos, propietarios de esclavos.
Las personas del mundo en nuestros días nacen atadas a la tierra, es decir, al feudo donde nacieron, que ahora llamamos “país”. Durante toda su vida, si pretenden salir del feudo o volver a entrar al feudo, deben pedir permiso del amo o Rey, al que llamamos “Estado”. Lógicamente una vez que su amo le ha dado, si así le ha placido, permiso para salir, el individuo debe pedirle también permiso al Estado Rey del feudo al que pretende entrar. Ninguna persona tiene hoy verdadera libertad de movimiento. Todos deben observar las líneas en el polvo que han dibujado diferentes versiones modernas e inmortales de los señores feudales, y todos deben pedir permiso para moverse de una parte del planeta a otra, como si el mundo fuera propiedad de alguien más. Y es que, en la práctica, lo es, puesto que los Estados Rey, en suma, se consideran dueños de toda la tierra del planeta.
La relación que existe hoy entre los individuos gobernados, el Estado y los recursos naturales de un país, es igual a la que existía entre el amo, el esclavo y las tierras del amo. Al igual que con reyes y caciques de muchas épocas, en nuestra sociedad moderna, toda la tierra, el agua, el aire, los bosques y todo lo que hay debajo y por encima de la tierra se considera propiedad del Estado.
Por supuesto, el siervo moderno no puede salir del feudo sin decirle al Estado Rey lo que lleva consigo, puesto que todo es propiedad del Rey, y el Rey decide si permite que su esclavo salga del feudo, qué cosas y cuánta de su riqueza puede llevar.
Mantener una mínima ilusión de libertad requiere permitirle al esclavo, o “ciudadano”, hacer su casa, trabajar y vivir sobre la tierra del Rey, pagar por ella y creer que la compró. Por supuesto, aunque el ciudadano haya pagado por esa tierra y tenga título de propiedad, sigue siendo en realidad la tierra del Estado Rey, quien se la puede quitar en cualquier momento. El término moderno es “expropiación”.
Además, después de haber “comprado” la tierra, el esclavo debe pagarle a su amo una renta anual por el uso de la tierra que supuestamente ya compró. A esta renta se le denomina impuesto predial, o impuesto sobre bienes raíces. El Estado Rey decide cuanto va a cobrarle al individuo dependiendo de lo que decida que necesita recaudar, según las circunstancias de su tesoro.
En la práctica, el esclavo de hoy como el de épocas pasadas trabaja para su amo porque, en mayor o menor medida, trabaja para su gobierno. El gobierno incauta la parte que quiera del producto del trabajo de sus esclavos, o ciudadanos, para distribuirla como mejor le parezca, quitándole a todos y dándole, si quiere, a otros. A esto se le conoce generalmente como “redistribución de la riqueza” y se hace a través de impuestos. Impuestos de venta, impuestos sobre la renta, impuestos sobre nómina o impuestos sobre ganancias de capital, depósitos bancarios, herencias o cualquier otra cosa que se le pueda ocurrir al Rey.
Otra forma que tiene el Estado Rey moderno de quitarle el producto de su trabajo al esclavo, o ciudadano, es obligándolo, como en tiempos de las tiendas de raya, a comprarle directamente productos o servicios, los quiera o no, a cualquier precio que el Rey decida que su esclavo ha de pagar. Esto generalmente lo hace creando monopolios estatales y obligando a los ciudadanos a comprar, al precio que quiera y sin competencia, fondos de pensión o retiro, seguros sociales y de salud, gasolina, energéticos y demás productos y servicios, todos los que le plazcan al soberano.
El Estado Rey permite que los esclavos intercambien entre sí pedacitos de papel de colores, sin valor, creando la ilusión para ellos de que son dueños de cuando menos una parte de la riqueza que producen con su trabajo, la que decida permitirles conservar. Pero es una ilusión, puesto que los gobiernos modernos pueden quitarle, y regularmente le quitan, cualquier parte de su riqueza a cualquier individuo, ya sea directamente o imprimiendo nuevos papelitos de colores, reduciendo el valor de los que atesora el individuo, hasta dejarlo sin riqueza. Después de todo, es la riqueza del Rey.
La ilusión se mantiene porque el individuo ni siquiera se da cuenta de que aunque no le han robado su dinero, le han robado su riqueza.
Como si fuera poco, suponiendo que el individuo ha podido conservar algunos de los billetitos de papel que imprime su gobierno y que aún valen algo, sólo puede comprar cosas que el Rey diga que puede comprar. Puesto que su gobierno puede prohibir o cobrar impuestos por la importación de cualquier bien del extranjero, sólo tendrá acceso a los bienes importados que el Rey apruebe y al precio que el Rey quiera. Y puesto que el gobierno puede cobrar impuestos por la importación de todos los productos y por la venta dentro del territorio de todos los productos y servicios, es en la práctica socio de los profesionistas, productores, mayoristas y minoristas que venden todos los productos y servicios del país. Entonces, en mayor o menor medida, dependiendo de cuánto le plazca al gobernante agregarle al precio de todo con su margen de ganancia, o impuestos, en esa misma medida el consumidor le compra todo al Rey al precio que el Rey quiera.
Aún mas importante, el ciudadano, o esclavo moderno, es también propiedad del Estado Rey en la medida que el gobierno puede disponer legalmente de su vida, ya sea asesinándolo por medios legales, ordenándole que luche en una guerra a favor del Estado que supuestamente representa ese gobierno, o que trabaje a su servicio de forma obligatoria, con o sin pago. En estos casos la ilusión de libertad no puede mantenerse y su atropello debe lograrse a través de métodos coercitivos y justificarse exacerbando los sentimientos de lealtad hacia el reino que todo buen rey ha de procurar inculcarle a sus esclavos, a lo cual hoy llamamos “nacionalismo”.
Es así como el individuo de hoy, sin darse cuenta, ha perdido la mayor parte de sus libertades y derechos individuales, cediéndolos a grupos que no conoce ni controla, grupos que no responden mas que a sí mismos y que han utilizado el poder que les han cedido los individuos para esclavizarlos cada vez más.
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