En el discurso político, los diferentes activistas y figuras suelen hacer hincapié en temas de gran envergadura en el contexto de toda la masa unificada de un país determinado. En México, este discurso, como muchos otros, ha sido enterrado vivo en los últimos años, lo que ha llevado a su población a una apatía aún mayor que en otras partes del mundo, donde también hay claramente suficientes problemas propios. El crecimiento del alcance gubernamental es difícil de negar incluso aquí. Y aunque debatir cuestiones que pueden preocupar a todos los ciudadanos en el conjunto de las cosas es indudablemente importante, los políticos hacen cada vez más hincapié en los números y las cifras, en pronunciar eslóganes ruidosos desde tribunas lejanas y cada vez menos en las personas. ¿Qué significa esto?
El Delito Principal
Cada gran máquina estatal, además de llevarse el dinero y restringir las libertades políticas, comete su principal delito incluso antes que todos los demás, casi en el brote de su formación. Y precisamente este es el más terrible. Este delito es el robo de la capacidad de las personas para tener un discurso pleno y sincero a nivel de su comunidad. El proceso puede durar años o décadas, por lo que es difícil notar su ausencia. Lo primero que le viene a la mente a mucha gente es la censura de los medios de comunicación y otros “apretones de tuerca''. Y, por supuesto, estos ejemplos serán los más brillantes, la “punta del iceberg”. Pero el robo del discurso es un fenómeno que afecta a procesos sociales más profundos.
La propia estructura de la mayoría de los estados a lo largo de la historia ha implicado la centralización de las ideologías, las políticas e incluso las ideas más pequeñas y cotidianas. E incluso con una aparente democratización y liberalización, las sociedades tienen que entregar a los políticos el discurso que define la forma y la organización de su país, pieza por pieza. La esencia del poder nunca cambia. Tras haber probado su dulce fruto una vez, sólo una rara minoría no adoptará la postura de expropiar esferas de influencia aún más amplias. Y el lenguaje, o más bien el lenguaje social o el mismo discurso, es el motor y la base de toda influencia.
Incluso las palabras, letras y signos de puntuación más básicos tienen un enorme significado en el plano social del lenguaje. El discurso se manifiesta en palabras, las palabras definen las acciones. Cuanto menos autonomía tengan los grupos individuales para definir sus discursos individuales (aunque sea dentro de un gran estado), más limitadas estarán sus palabras, sus acciones y su impacto en la vida del país en su conjunto. Permítanme subrayar de nuevo que este proceso puede afectar y afecta no sólo a los “regímenes dictatoriales autoritarios”, sino también a las “democracias liberales” que tenemos ante nuestros ojos. No se trata de qué ideología y qué políticas son “malas” o “buenas”. Sólo hay un criterio — la medida en que un determinado país permite la libertad de su propia agenda.
El Punto de Ruptura
La complejidad de la definición de las masas sociales, por supuesto, hace que el proceso de unificación sea muy difícil. Tras milenios de vivir en el paradigma de las sociedades estamentales, tenemos cientos de formas de identificarnos tanto a nosotros mismos como a nuestros grupos. La nación, la religión y la clase económica siguen siendo las definiciones más amplias y, por tanto, más eficaces, campos peculiares dentro de los cuales se manipula convenientemente a las personas, principalmente a través del lenguaje. Con más control sobre el discurso, los poderosos pueden obligarnos a jugar con sus propias reglas y disfrutar de ese juego. ¿Y qué recurso tienen las sociedades? Incluso las revoluciones más sangrientas de la historia del mundo han demostrado que el régimen de un ávido de poder es simplemente sustituido por otro. Uno de los que está en el podio con discursos atronadores es sustituido por otro, pero las reglas de estos juegos lingüísticos — y por lo tanto políticos — siguen siendo las mismas.
El flujo del discurso que viene de arriba hacia abajo es realmente como la lluvia: nos afecta tanto si lo compartimos como si no. Y es con el mero hecho de la incredulidad, la elección individual o grupal de no creer o adherirse al discurso oficial, que se instala el momento de la insinceridad política.
Al principio ni siquiera nos damos cuenta de cómo el desacuerdo con ciertas ideas de arriba crea una verdadera disonancia en la realidad política y social que nos rodea. Puede que incluso se reduzca al mantra mágico de “tú tienes tu verdad, yo tengo la mía”. Sin embargo, no hay que esperar tal flexibilidad de la maquinaria gubernamental. El que baje la guardia no caerá en la lluvia, sino en un verdadero tsunami que se desplomará sobre él. Una vez rota la voluntad de discurso, la sociedad comienza a preservarse en los dogmas, máximas y demás artimañas dignas del más cruel director de prisión. El Estado expropia el lenguaje de la sociedad antes que cualquier otro instrumento.
Los gobiernos democráticos y liberales de hoy han aprendido a jugar a los juegos con más habilidad que nunca. Esto les convierte en la más perversa de las dictaduras — la del poder blando. Cuando el poder está respaldado principalmente no por miles de personas de las fuerzas del orden, sino por la retórica de un padre bondadoso y bienintencionado. El que sabe lo que es mejor para sus hijos, el que lo hace todo sólo para proteger y servir, para actualizar y asegurar la libertad de la gente. En realidad, esta miel esconde las capas de ganancias que obtiene el gobierno, mientras restringe gran parte de esta libertad. Y, por supuesto, si alguien duda de esas buenas intenciones, se enfrentará a unos poderes menos blandos. En tales circunstancias, todo el alboroto político que se permite a la gente se convierte la mayoría de las veces en rituales vacíos — reuniones, elecciones en las que la gente se limita a intercambiar sus fútiles fantasías de transformar todo el país de una vez o a citar sus mantras sobre “hacer del mundo un lugar mejor” sin tener mucho poder local para hacerlo. A su vez, las masas, tan confundidas como asustadas, simplemente siguen devorando estas palabras vacías que crean visiones vacías de sus vidas, sin darse cuenta de que al hacerlo no sólo están dando libremente más y más poder al Estado, ¡sino que lo hacen con gran alegría!
Sin embargo, esto no hace más sincero el discurso del poder y de las personas que están bajo él. Simplemente, se prefiere olvidar por completo esta sinceridad. Mientras tanto, la falta de sinceridad del discurso ya empieza a activar procesos negativos. En condiciones de tal conservación, cuando la lista de problemas de la sociedad crece, pero las instituciones que controlan el discurso ya no tienen el valor o la voluntad de reconocerlos, el grado de radicalización de la sociedad comienza a crecer junto con la lista, como el vapor en una olla prensada y sellada. La gente sin poder crece en su frustración. No sabremos cómo, en qué momento o por qué motivo se producirá el “desahogo”, pero el riesgo de que se produzca esta catástrofe real es real y proviene de un desastre más silencioso de pérdida de discurso.
El Retorno de la Sinceridad
Ahora, a finales de 2022, la mayoría del mundo está en el punto álgido de la apatía discursiva. Sí, hay algo de turbulencia pasando aquí y allá, un bando maldice a los otros por no entender las verdades simples y eternas, pero todo ocurre de una forma muy comprimida que todavía tiene algo que empujar desde arriba.
En toda esta situación, la gente o bien ha olvidado su poder para liderar el discurso, o bien intenta suplir esta carencia desde fuera buscando a alguien que venga a imponerle otra narrativa. Sin embargo, todo empieza en el nivel de la propia sociedad, y cuanto antes recuerde esa sociedad ese poder, antes podrá encontrar el camino hacia un futuro que pueda poseer plenamente.
Especialmente en momentos de tanto cambio global — y los tiempos de crisis son siempre tiempos de cambio, una ventana de oportunidades — es difícil decir cuál será nuestro futuro. Pero pase lo que pase con México o el mundo, una cosa está clara — todos nosotros tendremos que reinventarnos tarde o temprano.
Esto no significará cambiar a la fuerza su mentalidad, actitudes y otros atributos sociales que permiten a la gente unirse convencionalmente bajo la etiqueta de una nación. No significará preguntar a los “sabios líderes” qué pensar y cómo pensar. En primer lugar, se tratará de enseñar la infravalorada habilidad del pensamiento independiente. No en el contexto de cada individuo, sino dentro de sus comunidades. Por muy pequeñas o grandes que sean, esas comunidades deberían estar relativamente cohesionadas y tener interés en mantener no un monólogo retórico y opresivo, sino un verdadero polílogo en su interior.
De acuerdo, sospecho que una gran parte de los que están leyendo esto ya han desarrollado el impulso de llamar a mi enfoque “idealismo”. Por Dios, sugerir que la gente “aprenda a pensar por sí misma” bajo un poder tan opresivo y en una crisis tan pura como la nuestra suena no sólo banal, sino también bastante burlón. Y de todos modos, ¿dónde están las respuestas claras? ¿Dónde están la “Tierra a los campesinos, las fábricas a los trabajadores” o al menos la “Libertad, Igualdad, Fraternidad”? Pues bien, los que preguntan esas cosas — perdidos en la fe en las fórmulas que escuchan y toman como parte de su ser — son los que se pierden el punto principal. Y la cuestión es que las sociedades no deberían vivir en una estructura de recibir respuestas desde arriba, sin importar dónde se encuentre ese “arriba”. Si queremos reclamar las libertades que merecemos, es hora de que reconozcamos que las respuestas están entre nosotros, en el discurso de nuestras comunidades.
La centralización del poder sigue siendo nuestra perdición, ya sea en la economía, la geografía o el discurso político. Por lo tanto, no se trata de ir a ese centro, de intentar reconstruirlo de alguna manera, de reformarlo de una “manera mejor”, sino de actuar contra las presiones en el nivel de las microsociedades a las que muchos de nosotros ya pertenecemos y que no necesitan en absoluto que el Estado defina nuestro discurso individual y nuestras vidas. Se trata de nuestras familias, nuestros amigos, nuestra iglesia, nuestros clubes de aficionados y todas aquellas comunidades en las que la sinceridad del discurso está en su punto más alto o se esfuerza por conseguirlo. En su seno, actuar de forma contraria significará no tanto una lucha revolucionaria contra el centro, sino una verdadera educación social y, sobre todo, un acto de creación real en torno a él. Recuperar la libertad para crear la propia realidad compartida lo más independiente posible de la intervención del gobierno. Los principales marcos definitorios de estos discursos serán:
Un evidente deseo de sinceridad, a nivel individual y colectivo;
Su autonomía — la capacidad de existir y evolucionar dentro de su marco sin la interferencia del Estado;
El principio de no agresión — un discurso no puede ser sincero si pretende subyugar a otros discursos. Al mismo tiempo, por supuesto, el discurso tiene el derecho y debe defenderse de tales invasiones en su propia dirección.
La sinceridad es la que permite crecer tanto a un individuo como al colectivo que le rodea. No se esconde detrás de eslóganes y promesas vacías. Crea una nueva versión del futuro. La sinceridad libera y deja que las ideas — y las personas — respiren. Y comienza cerca de cada uno de nosotros. De este aparente caos de microsociedades dispares pero ávidamente discursivas extraeremos nuevas versiones del ser social, un puro proceso de polifonía, que sin embargo, como un coro espontáneo de elementos dispares, comenzará a crear una nueva música para nuestras formaciones sociales. Esta ventana de oportunidad para vivir a pesar del gobierno se estrecha cada vez más, pero sigue existiendo. Y esta vida comenzará con el deseo de producir y crear respuestas a sus problemas con las iniciativas compartidas y serias dentro de las comunidades. La verdadera autonomía comienza con el hábito de vivir de forma autónoma.
No estoy aquí para decirle a la gente qué o quién debe ser, porque esta cuestión, al igual que muchas otras, debe ser decidida por ellos mismos y dentro de sus comunidades. Nadie puede dar una respuesta clara y satisfactoria a esas preguntas para todos. Estoy aquí para esbozar la dirección que tomaremos en nuestra búsqueda de respuestas. El resultado de esta búsqueda será responsabilidad de todos y cada uno de nosotros, los que nos llamamos libres.
La respuesta vendrá de las comunidades, no de la sociedad.
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